María, zarza ardiente

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Serguei Bulgakov, quizá el mayor teólogo ruso, ha escrito: “La Iglesia Or­todoxa venera a la Virgen María como «más digna de honor que los querubi­nes y mucho más gloriosa, sin paran­gón, que los serafines». El amor y la ve­neración de la Madre de Dios es el al­ma de la piedad ortodoxa, su corazón, que da calor y viviñca a todo el cuerpo”.

María y la Encarnación de su Hijo

Unida profundamente a su Hijo, Ma­ría es mucho más que un instrumento pasivo o circunstancial en la obra de la redención humana. Es la dimensión hu­mana de la Encarnación. En ella brilla como hoguera inextinguible la obra de Dios que prepara, mediante su gracia y la colaboración del hombre, una huma­nidad capaz de acogerlo. En ella se cumple el prodigio que vio Moisés so­bre el monte: la zarza que ardía sin con­sumirse (Ex. 3, 1). Desde muy antiguo, la liturgia oriental y los Padres de la Iglesia han visto en este episodio un preanuncio de la maternidad virginal de María. Un texto litúrgico canta: "En la zarza que Moisés vio que no se consu­mía nosotros reconocemos tu perpetua virginidad". Y Gregorio de Nisa, padre Capadocio del siglo IV escribe: “Lo que era figurado en la llama y en la zarza, fue abiertamente manifestado en el mis­terio de la Virgen. Como sobre el mon­te la zarza ardía sin consumirse, así la Virgen dio a luz, pero no se corrompió”.

El Icono de María, zarza ardiente

Toda esta riqueza teológica se refleja en el icono que nos acompaña. En el centro, en un clípeo o medallón está la Madre de Dios con su hijo en los bra­zos. A la evidente maternidad se añade la presencia de las tres estrellas del manto, que muestran su perpetua virgi­nidad. María está, además, cargada de símbolos del Antiguo Testamento que hablan de su misión salvífica: la escala de Jacob (Gn 28, 12) que ha unido el cielo con la tierra; la piedra que se des­prendió, sin intervención humana, y se convirtió en monte que llenó toda la tierra (Dn 2, 34 ss) sobre el que se en­cuentra el templo y su Hijo. Un gran rombo azul, cuyo interior está tachona­do de nubes y ángeles, enmarca el clí­peo de la Madre de Dios. Otro rombo rojo, forma con el anterior una estrella de ocho puntas. En sus ángulos distin­guimos el tetramorfos o los símbolos de los evangelistas. Estos rombos sue­len acompañar la figura del Salvador Todopoderoso, que se llama en ruso “Spas v silaj” (el Salvador con toda la potencia de Dios y de Hombre). Como fondo de los rombos, ocho pétalos de diversos colores recuerdan la zarza ar­diente. En cada uno de los pétalos, án­geles con símbolos diversos, que hablan de su misión salvífica. Todos ellos süven a la Madre de Dios “más cligtra de honor que los querubines y mucho más gloriosa, sin pa­rangón., que los serafines”

En los cuatro ángulos encontramos cuatro escenas. Arriba a la derecha, Moi­sés ante la zarza ardiente (Neopolimaia kupiná) en cuyo centro está el icono de la Virgen del Signo (snamenie), ya cono­cido de nuestros lectores. A la derecha arriba, el profeta Daniel con la visión del monte y la piedra que se desprende. Abajo a la izquierda, la visión del profe­ta Ezequiel acerca del pórtico cerrado del templo (Ez 44, 2), figura de la virgi­nidad de María, cuya puerta está cerrada “porque por ella ha pasado el Dios de Is­rael” (44, 2). A la derecha abajo, la visión de la escala de Jacob (Gen 28, 12 ss). En lo más alto del icono, en el centro. Dios Padre bendiciendo a manos llenas la obra de sus manos realizada en María. Abajo, en línea con Dios Padre y la Ma­dre de Dios, el sueño de José, la genea­logía humana del Hijo de Dios.

Ante la zarza que arde sin consumir­se, la curiosidad malsana, la fría razón especulativa o el bisturí de los argu­mentos científicos, no logran compren­der nada. Hay que descalzarse y con­templar, dejarse llevar por la belleza del fuego, sin resistirnos a la purifica­ción de los labios y el corazón. Sólo en­tonces, en la luz de esta hoguera, se nos hará más clara la luz.

 


Extraído de la revista Iris de Paz

    

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