Toda la vida, todo el común

ColaborandoRetomando el capítulo cuarto de la Exhortación apostólica sobre el amor en la familia, nos detendremos a reflexionar en uno de los temas más significativos de la vida conyugal: el compartir la vida juntos.

Partamos por comprender qué significa compartir. Conforme el diccionario de la Real Academia de la Lengua, compartir es dar [una persona] parte de lo que tiene para que otra lo pueda disfrutar conjuntamente con ella.

Si observamos con detenimiento esta definición, advertiremos que, para poder compartir, es preciso “tener algo que dar” y disfrutar de aquello. Quizá esto le resulte evidente al lector, pero no siempre es tan claro dentro de la vida conyugal.

De hecho, uno de los mayores dilemas de muchas parejas es identificar qué es compartir, hasta dónde, cómo y hasta qué límite. La mayoría de las parejas tendremos que ir madurando en este sentido, especial-mente porque el miedo a ceder en aras de compartir se hará patente. Así escuchamos a muchas personas decir: “Si cedo en mis cosas por compartir lo que el otro me propone, puedo perder mi propio espacio personal y si no lo hago, puedo perder a mi pareja”.

¿Dónde el límite?

En realidad, es un equívoco enfocar el compartir desde la cesión de espacios. En el compartir no existe la percepción de ceder espacios, sino de enriquecer esos espacios personales. Es verdad que esos espacios personales se modifican por la convivencia.

El otro siempre nos impacta, nos cambia, nos matiza. Es imposible vivir con alguien sin que esta persona nos transforme leve-mente o muy significativamente. Pero cambiar gracias al otro es una ganancia no una pérdida. Lo que compartimos nunca implica una pérdida.

Pero ¿qué pasa cuando percibimos que tal modificación implica una pérdida? Pues entonces ya no es un tema de compartir sino un tema de asimetría en donde uno de los dos impone y el otro siente esa realidad como dominación. Si esto ocurre, natural-mente surgirá una resistencia a lo que llamamos la “vida en común”. Ya no estamos ante un enriquecimiento sino ante una especie de duelo del yo.

Compartir siempre implica reciprocidad; es decir, balance entre los dos miembros de la pareja. Ambos nos modificamos y nos enriquecemos. Ambos crecemos en nuestras vidas y nos vamos edificando mutua-mente. Ambos podemos ser lo que somos y desde esa realidad, vamos ofreciéndonos al otro. Es decir, nadie es mejor o peor, nadie domina y es dominado, nadie se impone y nadie se resiste. Ambos actuamos desde la igualdad y la libertad de dar.

Mientras más rápido se comprenda esto, mayor será la posibilidad de compenetración y la solidez del vínculo. Compartir justamente es el terreno que permite esa solidez.

Compartir la vida en pareja es indispensable para crear intimidad y desde esa intimidad construir la vida en común. Y no solo en el terreno de la pareja sino también con nuestros hijos. Tiempos compartidos son tiempos de crecimiento familiar. Tiempos compartidos son anécdotas que crean una historia común. Tiempos compartidos son tiempos de conocernos, comprendernos, unirnos, etc. Pero, ojo, no es cuestión de tiempo, es cuestión de “encuentro”.

¿De qué sirve mirar la televisión juntos si ni siquiera compartimos opiniones sobre lo que estamos mirando? ¿De qué compartir estamos hablando si cada uno está ensimismado en una actividad? No se trata de que el tiempo pase por sobre nosotros, se trata de crear y recrear el sentido de estar juntos en ese tiempo. Lo que importa es ¿qué hacemos con el tiempo? Lo que importa es ¿para qué lo compartimos?

Para mayor reflexión, pensemos en esta afirmación de san Pablo, recogida en su carta a los Corintios:

“Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría.” 2 Corintios 9:7

Fuente de imagen: Depositphotos

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