A veces, durante un tiempo, el sufrimiento por la pérdida es tan profundo y obsesivo que no hay clínica sicológica, ni terapia, ni palabra religiosa de consuelo, que puedan hacer mucho por nosotros.
Podemos conocer a Dios, pero nunca imaginarlo o encapsularlo en un pensamiento. ¿Por qué no? ¿Por qué nunca podemos formar un retrato de Dios o hablar de Dios de forma adecuada?.
Más que cualquier otra cosa, lo que quizás estamos buscando de modo inconsciente es un confesor, alguien a quien podamos abrir nuestros corazones, serle completamente transparentes, contarle nuestra confusión interior y admitir libremente nuestros pecados.
Cada vez que vayamos a la oración, o a ejercer nuestro ministerio, o a hacer algo religioso, es bueno preguntarnos a nosotros mismos: ¿De quién o de qué se trata, realmente?
En los Evangelios las palabras “multitud” (o “muchedumbre”) casi siempre se usan en sentido peyorativo, tanto es así que casi cada vez que aparecen esas palabras se las puede introducir con el adjetivo “estúpida” o “insensata”.
Tenemos en nuestros corazones algo de la envidia y amargura de Caín y tenemos nuestras manos algo manchadas de sangre. También nosotros, como Caín, hemos asesinado por celos, envidia y amargura.
Hay un cansancio que no se puede curar sólo con un buen sueño, con unas buenas vacaciónes o con un tiempo en compañía de los amigos adecuados y con el vino adecuado. Se trata del cansancio más profundo dentro de nosotros.
Somos un pueblo obsesionado con la apariencia, con la imagen. Para nosotros, por lo general, es más importante parecer bueno que efectivamente serlo, parecer sano que estar sano, decir cosas correctas y apropiadas que hacerlas y practicarlas.