Luchamos para ser fieles y poner un poco de luz en esta noche y un poco de Evangelio en esta apatía casi colectiva de no querer necesitarlo o recibirlo.
Así llego de nuevo a Juanjuí, con una maleta ingenua en mis manos que nada o casi nada interesa a la mayoría, y con una cruz desnuda y de madera en mi bolsillo.
Me gusta esta frágil barca en la que voy, y hasta deseo el miedo del pescador indefenso y desprovisto, sin nombre y sin historia importante que recordar luego.
Dios no juzga, sólo salva. Él se anda siempre por los andamios del hilo débil de cualquiera de sus hijos, sobre todo de sus hijos más pobres. Él no se parece al dios en que pensamos tantas veces.
No quiero echaros nada en cara; no quiero herir más a los que ya estáis heridos. Algún día escribiréis algún poema, leeréis libros y el domingo se introducirá en vuestro calendario.
El mismo Dios del mensaje que les llevo, aparece tímido para no golpearlos más con lecciones o teorías: el Dios de ningún desarrollo, sino el de la vida; solamente de eso: de la vida, de los hombres.
Amo esos ojos desnutridos y tantos pies descalzos que me han enseñado a descalzar los míos. Una iglesia, unos pueblos de alma al descubierto que intentan experimentar en sus vidas el don de la Verdad que es el Evangelio.
Esa tarea nos fatiga, pero como eso es lo que la Iglesia y los hombres de América necesitan, nos entregamos gustosos a ese desgaste silencioso de haber quemado la vida sin apenas haber hecho ruido.